domingo, 30 de marzo de 2008

Aco (Jorge Vargas Kusmin)


Al igual que el dolor que dejan ciertas personas muertas, también duele la muerte de algunos momentos. Personajes que fueron el centro de mi vida pasan años más tarde por la calle y los veo desde lejos. A veces algún saludo se cruza siempre con miedo de revivir una tristeza que había sido encapsulada por otras preocupaciones más urgentes.

Ahora que he envejecido, no temo hablar sobre el amor. Ni necesito escudarme en Barthes para decir que el discurso amoroso es siempre el mismo, invariable a través de los siglos, y que lo distinto hoy es que se ha vuelto reprobable. Que la pornografía no incomoda, que la pornografía de hoy es el amor.

Si se quisiera dar un orden se podría empezar por lo permanente. De un amor inmenso quedaron, permanecieron algunas fotografías, una canción favorita, un par de líneas escritas en un cuaderno universitario y un sueño que se repite con cierta frecuencia, en el que ese hombre me visita y promete quedarse esta vez conmigo.

Conocí a Aco en la calle. Nos habíamos visto antes en un bar, pero nos conocimos en la calle. Yo había oído hablar de él, siempre muy malas referencias, pero no pensé que fueran ciertas al ver su rostro angelical y sus hermosos ojos celestes que tenían una pequeña telita de color que cubría parte de la pupila. En la casa de una amiga había visto una pintura suya que representaba un planeta con cuatro personajes sobre él, uno era Antonin Artaud, otro el Marqués de Sade y a los otros no los recuerdo.

Esa noche, después de nuestro encuentro en la calle, y de que Aco estrellara una botella de cerveza de litro contra el suelo, porque le daba alegría verme, entramos en una discoteca. No pudimos evitar besarnos en frente de todos, y un grupo de machos enfurecidos nos atacó. Me botaron por una larga escalera y me patearon en el suelo, pero a Aco no le hicieron nada. A pesar de su brutalidad, tuvieron la delicadeza de darse cuenta que dañar un cuerpo así de hermoso hubiera sido algo más que un crimen. Luego yo escapé, llegué a mi casa con cierta dificultad. En la mañana comentaron que me veía diferente, que estaba más bonito y radiante. Por suerte mi cara sólo se había hinchado por los golpes, no se había vuelto morada ni tenía marcas. Siempre tuve miedo a caer por una escalera, al dolor, pero me sentía feliz, porque esos golpes no dolieron. Yo escuchaba el sonido seco de los puños y los zapatos en mi cabeza, pero eran indoloros como en un sueño o en una película. Cuando me vestía descubrí que en un bolsillo tenía anotada la dirección de Aco. No tenía teléfono, así es que mi única opción fue tomar una micro hasta el final del recorrido, hasta los extramuros donde él vivía. Se alegró otra vez de verme, me dijo que pensaba que yo estaba muerto, que él había recorrido los hospitales y hecho llamadas a la policía para saber si había algún reporte, pero como no sabía mi nombre se dio por vencido. Ese día le tomé la primera fotografía. Había tenido dificultad para recordar su rostro y no quería sufrir de nuevo esa angustia. Conocí después su pecho, con esa hendidura donde cabía perfectamente mi cabeza, mi mano también se sentía a gusto entre sus piernas, todo coincidía. Me mostró unas pinturas que había hecho unas pocas semanas antes, un tríptico que en la parte central mostraba a un hombre muy pálido y de cabello negro, con el rostro y el cuerpo alargados sobre una silla. Había colores, rojos, amarillos, cerúleos. En el segundo cuadro, a la izquierda, este hombre estaba en el agua, nadando. El tercero no lo recuerdo. Dijo que era yo, y que lo había hecho antes de conocerme. Luego hubo otros retratos, muchos retratos, suyos, míos, que ahora circulan como huérfanos por casas de otras personas, o que fueron cubiertos de blanco para aprovechar la tela.

Seis años después del primer encuentro tomé su última fotografía. En ella Aco cubre sus labios con el dedo índice en señal de silencio, después de decirme que ya no más. Esta vez fui yo el que sostenía una botella de cerveza de litro en la mano, que bebí en un solo trago. Abrí la puerta y salí de la casa, otra casa. Hubo muchas casas seis años, y después otras en las que se acomodaron, se gastaron o se extraviaron los muebles, las fotografías, las pinturas, los papeles y mi cuerpo dormido en blanco y negro.

A Julio Miralles


Después de la muerte, nuestras historias se construyen con relatos ajenos, con fragmentos de las vidas de los otros. Durante la semana me enteré por casualidad de la muerte de Julio Miralles a los 36 años, un poeta nacido en Vicuña pero que vivía desde hacía varios años en Iquique.

Estuve sólo una vez en mi vida con él, pero la intensidad del encuentro hizo que nunca me pudiera olvidar, y que años más tarde, con la invención de Internet, intentara buscarlo por todos los medios sin ningún resultado. Siempre recibía informaciones confusas, que estuvo, pero se trasladó, que no dijo dónde iba, que conozco a alguien que sabe pero no tengo cómo ubicarlo.

Yo todavía estaba en el colegio cuando llegué a Vicuña en las vacaciones de verano. Asistí a una lectura del único círculo de poetas de la región, y después de escuchar todo tipo de alegorías rimadas que me tenían al borde del soponcio, presentaron a un poeta joven, que todos reconocían, tenía mucho talento, pero le faltaba experiencia para perfeccionarse en el arte de rimas y alegorías elquinas, que ellos llamaban la verdadera poesía.

Leyó un poema maravilloso, que describía una escena circense, con tanta belleza y suavidad, que no pude dejar de acercarme a él al final de la lectura. Recuerdo la impresión que me causaron también sus enormes ojos con pestañas tupidas como plumas que desplegaba junto a cada frase. Todo lo que quedaba del verano estuve tratando de dibujar su rostro de memoria para que no se me olvidara, pero me resultaba imposible. Intenté encontrarlo nuevamente en Vicuña semanas más tarde para poder mirarlo otra vez y completar mi retrato, pero ahí empezaron los desencuentros, que nadie sabía dónde, que ya no estaba. Empecé a sospechar que había presenciado una aparición y no a alguien de carne y hueso.

Esa única noche, a través del viento cálido que corre entre los cerros morados del Elqui, sus palabras me trasladaron a algunos paisajes de su vida. Me contó que acababa de salir del colegio, que su madre era lavandera y que acababan de llegar al país, después de haber vivido varios años en una localidad en las afueras de la ciudad de Londres, llamada Kensington.

Yo nunca había estado enamorado, pero supe que esos estremecimientos no eran por el viento, que luego de varias horas en la plaza se volvieron más fríos.

Cuatro años más tarde, en un nuevo viaje a Vicuña, conocí a otro poeta joven que dijo ser su amigo, y lo disculpó por su excesiva imaginación. Me dijo que todo lo que él me había contado sólo había ocurrido en sus fantasías. Yo en lugar de sentirme engañado, me sentí agradecido de que él hubiese creado semejantes historias para mí. Mucha gente confunde esas otras realidades con mentiras, pero no se dan cuenta de que son las únicas verdades que vale la pena confesar.

Me enteré por casualidad. Alguien que lo conocía se enteró de la noticia de su muerte. Yo no lo creí, y busqué la confirmación hasta que encontré un artículo en un medio digital del Valle del Elqui que empezaba: “El pasado domingo 23 de marzo y a la edad de 36 años dejó de existir en la ciudad de Iquique el destacado poeta, escritor, dramaturgo y escultor Julio Miralles González, tras sufrir de una larga y penosa enfermedad”. Otra vez el eufemismo de la larga y penosa enfermedad. Me hubiera gustado llegar antes para que esa enfermedad hubiese sido menos penosa y menos enfermedad.

Ahora sólo me queda hacerle un pequeño, pero muy sentido homenaje, mostrando éstos, fragmentos de los pocos versos suyos que he podido conseguir en una suerte de de cadáver exquisito, y en algún lugar de mi corazón, quedará encendida una vela o una mariposa se vestirá de luto.


Lost and Found/Objetos perdidos

Lanzo una flecha

delante de la noche

a esta nada donde ciberviajas

¿Existes? pregunto a este infinito...

Sé que sí, aunque seas otro animal,

un nuevo animal de los que no hacen ruido.

¿Existes mariposa en el frío polar de los recuerdos?

Sé que sí, estás siempre aquí posada en el pétalo del corazón.

Entonces mi cordillera inmensa

apenas me alcanza

para declarar infinito tu nombre de poeta



De Cómo, sin ser Invitada, Llegó la Soledad para Quedarse


Cuando todos se fueron

la soledad se mudó con todos sus muebles

i ocupó las viejas buhardillas de mis ojos,

los estrechos pasadizos de mi corazón

i hasta en las sucias escaleras de mi alma

colgó,

la soledad,

sus sombreros

i sus abrigos.


Cuando tú te fuiste,

la soledad lo enredó todo

con sus enredaderas i sus arañas …

desde entonces

vive i duerme conmigo

en las alcobas del silencio.



IX


Para qué nos vamos a maquillar chiquillas

hoy que se recuerda a los difuntos

si de todas formas no nos ven

ni aunque anduviéramos vestidas de relámpago.

viernes, 21 de marzo de 2008

Página del taller de una amiga

Les recomiendo visitar el blog www.tallergaudi.blogspot.com, y la página www.tallergaudi.cl y podrán ver las cosas maravillosas que hace Patricia en su taller.